viernes, 2 de diciembre de 2016

7

Marcelo necesita irse. Deja una nota sobre la mesa de la cocina y sale. Camina hasta Cabildo pero al llegar se da cuenta de que no quiere ver gente. Opta por Olleros, rumbo a Libertador. Hace frío. Se le atranca el cierre de la campera. Está falseado piensa le voy a decir a Diana pero en cuanto termina de pensarlo reconoce su error.  ¿A quién avisarle?, ¿a Ramona, a Matilde? Un bloque de piedra sobre la cabeza. Sin mediar su voluntad ralenta el ritmo de los pasos. Adónde ir. Era Diana quien marcaba el rumbo. Ella siempre sabía lo que él debía hacer. Cuándo tener un hijo, cuándo mudarse, cuándo cambiar el auto, cuándo el trabajo. Cuándo ir al cine, cuándo al teatro. Cuándo hacer el amor. Perdí mi brújula determina al tiempo que descubre que no sabe dónde está. Se detiene. Le toma unos segundos reubicarse: llegó a la iglesia redonda. Se le fueron las ganas de caminar. Se ubica en un barcito de la recova. Solía venir con ella. En lugar del dos apenas cortados pide un café doble. Le echa tres sobres de azúcar. Mientras lo revuelve interminablemente trata de recordar en qué momento perdió el albedrío. Muy pronto. Porque en cuanto terminó el cuatrimestre y él dejó de tener algún tipo de poder sobre ella, las discusiones hicieron irrupción. Discusiones que terminaban en cuanto ella decretaba dejémoslo así, mejor andate y él, que en un principio obedecía, pronto descubrió que no podía respirar con solo pensar que no volvería a verla. Entonces solía regresar un rato después, deshaciéndose en explicaciones. Pidiendo perdón. En general no sabía bien de qué debía excusarse pero sí sabía que era la única manera de que la calma regresara.  Llegó a la conclusión de que era peor irse para capitular después, así que aprendió a evitar que las llamas se alzaran. Él había ido desarrollando la capacidad de leer el estado anímico de Diana observando su cuello. Cuando estaba relajada se mantenía en su exacta línea media, en ángulo  de noventa grados el mentón. Cuando algo comenzaba a irritarla lo ladeaba ligeramente hacia la izquierda, al mismo tiempo que elevaba el mentón. Mientras la ira se gestaba podía percibir el creciente latido de su carótida. Antes del estallido, el mentón buscaba el pecho. Después ya no sabía porque él era incapaz de mirarla. Esa maravillosa nuca que cuando hacían el amor él cubría de besos, que ella arqueaba hacia atrás como única manifestación de que había alcanzado el orgasmo. Más de quince años de matrimonio y jamás la había escuchado gemir. Fue aprendiendo a leer en los leves movimientos del cuello su grado de excitación. Él fue desarrollando, a prueba y error, minuciosamente, la combinación de levísimos roces y caricias que, cuando ella ladeaba el mentón hacia la derecha indicaba el momento propicio para penetrarla y luego con lentos y ondulantes movimientos, esperar, con infinita paciencia, que ella se arqueara en el final. Después solo le quedaba apurar su descarga. Sostiene la taza con ambas manos y bebe. El café ya está frío. Lo aparta con rabia. Llama al mozo. Paga, sale y comienza a caminar. Suena el celular. Matilde. Voy a preparar un té/cena, ¿te esperamos? No escribe. Está por enviarlo cuando se detiene. Cierra los ojos, inspira hondo, borra y teclea llevo sandwiches de miga. Guarda el teléfono en el bolsillo. Avanza por Juramento, prestando mucha atención, hasta La Esmeralda. Compra, además, cañoncitos bañados con almendras y nueces. Los preferidos de Diana.


   Matilde me pidió que ponga la mesa y yo ya sé porque mamá antes de que rompiera la jarra me mandaba los individuales las tazas los platos las cucharas la azucarera la lechera y las servilletitas pero antes yo no quería y ahora sí que me gusta porque recién rompí un platito en la cocina y Matilde me dijo no es nada Lore en cambio mamá…


Marcelo lleva el paquete a la cocina. Lo envuelve el aroma del café que Matilde está trasvasando a la cafetera de porcelana.  Agustina acomoda los sándwiches  en una fuente y busca un plato para los cañoncitos. Ya va, Fede, ¿no ves que estoy ocupada?  le dice al nene colgado de sus piernas.  Sofía entra y lo alza. Él se dirige al comedor. Lo recibe Lorena, parada junto a la mesa. La puse yo informa, orgullosa. Por un breve instante Marcelo piensa que quizá no sea tan difícil.


Marcelo nota que Matilde propone, uno tras otro, temas de conversación. Sus hermanas contestan con monosílabos. Hasta el nene empina su jarrito en silencio. Silencio que aturde. ¿A nadie le gustan los cañoncitos? lo rompe él. ¡Son de mamá! responde al instante Lorena. El aire se congela hasta que Federico pregunta ¿y mamá? Él percibe el circuito de miradas cruzadas entre sus hijas. Matilde, dura, directa informa mamá no está más, Fede. La boca del nene se arquea hacia abajo. Sos una bruta dice Agustina que se levanta y lo alza. La tensión es insostenible. Quisiera morirme decide él un buen puñado de sus pastillas. De pronto registra los cinco pares de ojos posados sobre él. Las respiraciones contenidas. Ojos serios, tristes, asustados. Y él es un adulto. Sí, chicos articula con esfuerzo mamá se murió, difícil para mí, difícil para ustedes hace una pausa pero saldremos adelante busca las palabras que se les escurren recién descubro que tengo cuatro mujercitas la voz de le afloja gracias se levanta gracias a cada una de las cuatro deja la servilleta sobre la mesa y sale. En la puerta se da vuelta. Los diez ojos siguen sobre él.  Ojos de niño.




Papá me dijo gracias a mí también aunque soy la menor capaz me quiere un poco y todo.


Pobre papá piensa Agustina él sí que la quería a mamá. Le dieron ganas de abrazarlo, aunque no sabe  si a él le gustan los abrazos. La congoja de Federico sacude su propio pecho. Lo aprieta más fuerte.


Papá me dijo gracias a mí que soy tan mala.


Al fin reaccionó papá piensa Matilde era hora. A los hombres todo les cuesta. Si no fuera por nosotras… decía su mamá. Recoge los platos y les indica a sus hermanitas en un rato les lleno la bañadera vayan preparando la ropa para mañana. Yo te ayudo propone Lorena. Juntá las servilletas le indica ella. Total son irrompibles.


Marcelo sube la escalera. Aún percibe sobre la espalda las miradas de sus hijos. Se refugia en el baño. Abre la canilla.  Desde que conoció a Diana sumó a su sagrada ducha matinal, la nocturna. Para estar limpio para ella piensa. Mientras el agua jabonosa resbala por su cuerpo advierte que su piel jamás volverá a ser tocada por las manos de Diana. Sus manos pequeñas, delicadas, de dedos finos y largos, las uñas siempre pintadas de rojo. Recordarlas caminando por su vientre lo altera. Se enjuaga rápidamente y cierra la canilla. Se queda parado, mojado, los ojos cerrados, un buen rato. Necesita sentir frío.




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