Primero
sentí el ruido. Luego el golpe. ¿La columna? Tal vez, porque no puedo moverme.
Ni siquiera los párpados. Escucho a Matilde llamándome, sí, estoy segura de que
es ella. Tengo la cabeza hueca. Un hueco que se agranda de adentro hacia
afuera. Un embudo intenta sustraerme Debo organizarme. Estaba ordenando la
alacena. Sí, eso lo sé. También que Lorena me fastidiaba. Pero esa nena es un
perpetuo fastidio. No recuerdo qué me pedía. Porque siempre pide. Todos piden.
Reclaman. Exigen. Exigen de mí. Matilde me exige, ahora, cuando aprieta mi
mano. Yo ya no quiero estar acá. ¿Allí o acá? Se confunde el espacio, el
tiempo. Un cansancio infinito. Sí, es eso. Me cansé. Quiero irme y volver hace
quince años. Añoro la levedad de mis pasos. La
insoportable levedad del ser. Regalo de Marcelo. Marcelo. De todas mis
decisiones, la única correcta. Yo lo elegí. Yo lo conseguí. Yo lo retuve. Lo
supuse solo un instrumento, sin embargo lo quise. Una sirena. Escucho una
sirena. Mamá, me da miedo la sirena. Mamá, me dejaste sola. Viví buscando
complacerte y cuando al fin creí lograrlo, cuando toqué el fruto de todos mis
esfuerzos, te fuiste. Nací para arruinarte. Todo lo arruino. Mamá, tengo miedo.
Escucho pasos que se acercan. Retumban. Me retumba la cabeza. Me hablan y no sos
vos. Me tocan y no son tus manos. Me molestan. Me apartan a mí de mí. Mamá.
Mamita. ¿Qué me pasa? Escucho ruidos desde el baño y me acerco. Estás sentada
en el inodoro. Te abrazás la panza y te lamentás Dios, mío ¿por qué? Me acerco pero me decís con rabia andate, Diana. Yo me quedo quieta y vos
gritás ¡te dije que te fueras! y
levantás las manos. Están llenas de sangre. Sangre. Siento olor a sangre. Y
aunque no puedo abrir los ojos sé que me mueven porque el aire se desplaza a mi
alrededor.
Me inclinan. Marcelo, ¿dónde estás?
Matilde, avisale a papá. Necesito verte. Porque vos sí que me quisiste. Yo
también. Cómo no quererte. Fuiste arcilla bajo mis manos. Ojalá me lo hubieras
impedido. No me abrumaría ahora el peso de estos cinco hijos. Te burlaste de mí,
mamá. Otra vez. Decidiste morirte para confirmar mi incapacidad de
satisfacerte. Tengo sed, mamá. Voy a buscarte porque quiero la leche. Estás
hablando por teléfono, por eso no me ves. Me quedo quietita esperando que
termines y escucho que decís el médico me
confirmó que ya no hay nada que hacer, Diana me destrozó el útero. Entonces
llorás y yo no me animo a preguntarte qué te rompí. El frasco sí que se rompió.
Escuché el ruido antes de caerme. Tenía en la mano la mermelada de arándanos.
La probamos en Mos y te encantó. La
busqué y la encontré y compré varios frascos por suerte. Porque uno se rompió.
Tengo frío. Viento y frío. De nuevo la sirena pero ahora desde adentro. Mi
cuerpo es impulsado hacia adelante. La ley de inercia. Me gustaba la física.
Sin embargo mamá me anotó en economía. Y así te conocí. Marcelo, sacame, no
quiero estar acá. Abrazame, tengo frío. Tengo miedo. Gritan. Oxígeno piden.
Gritan. Papá habla por teléfono y grita, grita mucho. Cuelga y va hasta la
cocina y te grita mi viejo me dijo que no
me dejará la empresa hasta que tenga un hijo varón. Me asomo por la puerta
y veo que se agarra la cabeza y te sigue gritando ¡pucha digo, hace algo nos estamos fundiendo! Pero vos no hacés
nada, solo lloras. Siempre llorabas mamá y yo no sabía cómo consolarte. No
podía darte lo único que vos necesitabas. Fede. ¡Cuánto lo hubieras querido!
Lindo entre los lindos. Dulce, sano. Inquieto, eso sí. Demasiado inquieto.
Suerte que Agustina me ayuda. Agustina es un ángel. Mi Agustita. Siempre lista
para mí. Solo ella, porque Matilde acata pero no se rinde. Las otras solo
molestan. Sofía, al menos, es
inteligente. Muy inteligente. Fastidia pero me divierte. Mi lauchita. Pero
Lorena es una pesadilla. Siempre a mi alrededor. Gorda, tosca. Me mira, me
habla, me toca. La culpa es tuya, Marcelo, no me dejaste abortarla. Marcelo, ¿dónde
estás? Tantos sobre mí y ninguno sos vos. Por qué me dejan sola. Matilde,
hablame. Nunca hablaste mucho. Te escapabas de mí. No sos como tu padre. Te
conozco bien, conseguirás lo que te propongas. Sos como yo. A lo mejor por eso,
mamá, nunca la quisiste. A ninguna quisiste. Tengo clavada tu mirada de
desprecio cuando te enterabas de que eran nenas. Clavada como un puñal. Después
de Lorena no quisiste venir más a casa. Decías que el bochinche te alteraba. Me
gustaba visitarte. A veces me acompañaba Agustina. Porque ella nunca molestó.
Agustita, vení. Rubia como el padre. Como Fede. En cuanto lo conocí me dije aquí está el padre de mi hijo. Buen
mozo, inteligente, culto, con una carrera encaminada. Nunca te gustó, mamá, a
pesar de la plata. Es viejo para vos
decías. Peor a medida que fue haciéndome mujeres. Buscate otro me aconsejaste
una vez. Pero yo lo quería. La piel de mi piel. Marcelo, mi amor,
abrazame. ¿Por qué no venís? Me dejaron sola. Mamá, Marcelo, Patricia. Patricia,
te extraño. Nunca pensé que tanto. Mi única amiga. Te perdí. Porque papá me
enseñó que el fin justifica los medios. Nunca hablamos, mamá, de todo lo que
había pasado. Vos sufrías y yo también, pero yo era una nena. No había espacio
para hablarte de mis dolores. Ahora no podés escaparte, tendrás que escucharme.
No fuiste capaz de prepararme. Y ese día papá vino a buscarme en un auto nuevo.
Rojo. Hacía mucho que no lo veía, vos no querías que lo viera. Subo y me siento
atrás y papá maneja mucho sin mirarme hasta que para y bajamos. Dianita dice te tengo una sorpresa. Papá me decía Dianita. Marcelo también,
cuando hacíamos el amor. ¡Ay, Dianita!
Para vos nunca fui Dianita. Porque nunca me viste como una nena. Tenía ocho
años. Apenas más grande que Lorena que todavía se porta como un bebé. Yo no. Yo
era como Matilde. Grande desde chiquita. ¿Cuál sería la sorpresa?, ¿la
bicicleta que me había prometido? Pero no entramos en la juguetería. Papá me da
la mano y en el pasillo hay un cuadro de una señora con sombrero que hace
silencio con el dedo. Papá me agarra del hombro y caminamos y golpea una
puerta. Adelante contestan y en una cama hay una señora que nunca me la
vi. Acercate me ordena y abre una
manta y me dice este es tu hermano.
Y, ¿sabés mamá? Yo solo pensaba en vos, y rezaba para que nunca lo supieras.
Entonces rezaba. Ya no. Cuando te moriste se me murió Dios, quizá por eso me
costó tanto seguir viviendo. Sin mamá, sin Dios y sin Patricia cómo hacerme
cargo de cinco chicos. El mundo se hundió. Goethe dijo que el peligro de los
sueños de juventud es que se cumplen en la madurez. Federico llegó pero a
cambio de tu muerte. Como La pata del
mono de Poe. La culpa fue mía. Por
algo la vida me había negado el hijo varón. Pero yo insistí. Y Federico es el
castigo a mi soberbia. A él lo quise. Lo quiero. Mi hombrecito. ¿Con quién
estará? Agustita, seguro. Marcelo no es como vos, papá. A él todos le dan lo
mismo. ¿Estará orgulloso de sus hijos?
Lindos chicos todos. Hasta Lorena. Papá sí que estaba orgulloso. Nunca lo había
visto así. Conmigo no, claro. Yo vi cómo mirabas a ese bebé. Y yo me quería ir
pero no quería volver a casa. Me subo de nuevo al auto. Hasta que papá dice bajá y yo obedezco. Toco el timbre y
cuando mamá está abriendo, el auto rojo se va. ¿Cómo es? me preguntás y yo
no sabía que sabías. Te abrazás y yo digo
pelado colorado y feo. Pero es varón
decís y yo te contesto no sé porque no me
fije. Sí, papá me enseñó que el fin justifica los medios. Tu marido no sabe hacer varones decía
mamá. Yo también creía que eras vos el culpable. Nacido para las mujeres.
Sabías tratarlas. Eras irresistible. Todas las chicas moríamos por vos y ni
siquiera te dabas cuenta. Tan serio. Tan cortés y tan serio. Esa sonrisa de
actor de cine. Te amaban las mujeres. Tus hijas también te amaban aunque no las
registraras. Te querían más que a mí. Siempre lo supe. Salvo Agustita, claro.
Irresistible. ¿Me habrás engañado alguna vez? Recién lo pienso. Juraría que no.
Y te sobran oportunidades. ¡Cómo te mira
tu secretaria! Pero me siento tan segura. Morís por mi piel. Muero por la tuya.
Es extraño luego de los años. Fuiste mi único hombre. Era una mocosa cuando te
conocí, apenas más grande que Matilde. Y yo no buscaba amoríos. Solo un padre
para mi hijo. Creo que la decisión la tomé en el hospital cuando fui a conocer
a mi hermano. De nuevo me trasladan. El aire avanza sobre mí. Percibo el ruido
de las ruedas. El ruido de las máquinas. Pitidos. Alarmas. Y entonces te
escucho. Intento abrir los ojos pero no puedo. Marcelo, mi amor. Abrazame,
tengo frío. Viniste. Estás acá. Nada malo podrá pasarme ahora. Quisiera pedirte
perdón. Pero para eso tendría que contarte. A nadie le conté. Y es como una
piedra colgada del cuello. Terminaré gritándolo. Como recién. Pobre Lorena.
Ella no tiene la culpa pero no logro quererla. Porque quiero a mis otros hijos
en tanto son vos. No existe el instinto maternal. Puras patrañas. Se quiere en
el hijo al hombre. Quizá solo me pase a mí. Quizá soy un monstruo. ¿Mamá me
quería?, ¿quería a papá? Lorena tuvo la culpa. Hace siete años que logro
dominarme. No debiste molestarme. Te lo advertí, Lorena, una vez, dos, cien. Me
hablabas, me hablabas, me pedías, me tocabas. Siete años luchando contra mí. Me
sacaste de las casillas. Marcelo, abrazame. Necesito contarte. A Patricia
también. La piedra pesa tanto que me ahoga. Te envidiaba tanto, Patricia. Te
hubiera encantado una nena, obvio, pero amabas a todos tus hijos. Me hubiera
gustado amar a las mías así. No supe cómo. Traté. Juro que lo intenté. Hice lo
que pude. Solo por momento las amaba. Te envidiaba. Cinco hermosos muchachitos.
Bellos, fuertes. No tuve más remedio. El fin justifica los medios, ¿verdad,
papá? No fue un impulso. Lo evalué, lo planifiqué. Casi te lo cuento, mamá.
Estoy segura de que me hubieras entendido. Pero me salió mal. Marcelo,
perdóname. Meses planeándolo. No había espacio para errores. Vos no querías más
hijos. Decías que me trastornaban. Después de Sofía te cuidaste vos y eso a mí
no me servía. Te convencí del diafragma. Lo demás fue fácil. Fácil seducirlo a
Alberto. Patricia vivía para sus hijos. Estaba gorda, descuidada. Yo sabía que
no funcionaban en la cama. Vos me contabas, Patricia, y yo te aconsejaba. No me
creías que teníamos sexo casi todos los
días. Siempre fuimos así. Una sed inagotable. Me resultó más fácil de lo que calculaba. No tenía ni
treinta años y, pese a los tres embarazos, estaba espléndida. En la calle se daban
vuelta para mirarme. Fue tan fácil. Seducirlo, claro. El resto fue fruto de
muchos esfuerzos. No había espacio para errores. Solo me había concedido a mí
misma tres encuentros. El todo por el todo. Y no me sentí culpable ante vos.
Era necesario. No tenía nada que ver con nosotros. En vos pensaba mientras él
me abrazaba. Culpable con vos, no. Sí con Patricia. Porque Alberto se
enloqueció. Y no aceptó mis reglas, mi
posterior distancia. Empezó a llamarme, a perseguirme. Estaba dispuesto a
largar todo por mí. Solo le serví para descubrir que ya no te quería. Eso te
hice, Patricia, y te juro que no fue mi intención. Solo necesitaba su esperma.
Y no encontré otra manera de preservar tu matrimonio que apartarme de ustedes.
Por eso me peleé con vos. Por eso inventé lo que inventé. Me di cuenta de que
me había equivocado fiero. No conté con que se enamorara. Fue altísimo el
costo. Porque nunca sospeché que me
dolería tanto perderte. Y quedé embarazada. Lo único que atenuaba el dolor de
perderte fue la convicción de que, por fin, saldaría mi deuda con mamá. Pero ese generador de machos me hizo otra
hembra. Me jodiste la vida, Lorena. Por vos perdí a Patricia. No me perdonaste,
mamá. Aún recuerdo tu cara cuando te enteraste de que sería otra nena. Tu marido no sirve para nada dijiste. Y
yo no pude defenderte, Marcelo. La culpa era mía. Quise abortarla y no me
dejaste. Recuerdo tu cara cuando escuchaste el corazón. La misma cara con que
recibiste a cada hija. Y siempre supe que debía apartarte de ellas. Solo debías
quererme a mí. En cuanto te vi con Matilde en brazos comprendí que la única
posibilidad de seguir siendo el centro de tus días era evitar que te
contactaras con ellas. No podía compartirte. Solo mío. Marcelo ¿estás allí? Ya
no te escucho. Hace rato que no escucho las alarmas ni los pitidos. ¿Ya no
escucho? Sí, ahora sí, pero no sos vos, mi amor. Tampoco es Matilde. Ni
Patricia. Ni mamá. Es Lorena. Lorena que me fastidia mientras ordeno la
alacena. Tengo el frasco de mermelada en la mano. Es de árandanos. La compré
para vos. Lorena habla y habla. Y la piedra que me cuelga del cuello no me deja
respirar. Y Lorena me dice vos no me
querés, vos siempre me tratás mal, le voy a contar a mi papá. Entonces me arranco la piedra y le grito dejate de joder porque si no le voy a contar a todos que este no es tu papá, ¿no
te diste cuenta de que sos distinta? Y enseguida me arrepiento y voy a
decirle que es una broma cuando escucho el estruendo y mi cabeza golpea contra
el suelo y se apagan los colores y se apagan los sonidos y por fin te
encuentro, mamá.
Yo no
quería escucharte por eso sacudí la escalera solo para que te callaras te lo
juro por Mati porque aunque siempre me trataras distinto yo te quería tanto y
ahora te maté y estás muerta y no se lo puedo contar a nadie si no me meten
presa ni siquiera al cura porque le avisa al diablo que está esperándome en el
infierno.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuy bueno Yima.
ResponderEliminarInesperado final.
El cuento me mantuvo en suspenso durante todos los capítulos
Cuando leí que era la última entrega me pregunté como va a resolver tanto drama.
Fantástico el cierre.
Besos
Muchísimas gracias, Susana. recién leo tu comentario. No sabía que seguía este blog! Me alegra mucho
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