lunes, 28 de noviembre de 2016

5

5 Domingo

Se despierta sobresaltado. Con los ojos aún cerrados extiende el brazo hacia la derecha pero no encuentra resistencia. Seguramente Diana fue a preparar a las nenas para el colegio. Primero recuerda es domingo. Recién después Diana murió. Como una trompada en el estómago. ¿Cómo era mi vida antes de tenerla? Desde el instante en que la detectó, entre decenas de adolescentes tomando apuntes, nada volvió a ser igual. Mientras llenaba el pizarrón de fórmulas sentía calor sobre la nuca. Y, al girar, se encontraba, una y otra vez, con ese par de ojos negros sentados en primera fila que lo miraban con una intensidad tal que él tuvo que hacer un considerable esfuerzo para no perder el hilo de la clase. Y, cuando terminó, la entrevió en la breve fila de jóvenes que venían a presentar sus dudas, estratégicamente en el último lugar. Pronto descubrió que Diana no daba puntada sin hilo. Porque tanto consultó ella que cuando se quisieron acordar el aula estaba vacía. Salieron juntos. Era de noche. Llovía torrencialmente. Ella no tenía paraguas. Él, sí. Ella no tenía auto. Él, sí. Ofreció alcanzarla. Y nunca logró alcanzarla a pesar de haberle hecho cinco hijos. Se incorpora, fastidiado. Va al baño. Mientras se afeita, observa su imagen en el espejo. Solía afligirse anticipando qué pasaría cuando el tiempo dejara en claro los casi veinte años de diferencia. Y ahora, a pesar de las entradas, de las arrugas, ahí está él mientras, Diana, para siempre espléndida, duerme bajo la tierra. Se seca la cara y sale. El reloj de pared marca las siete y diez. Parado en el hall observa la multitud de puertas. Opta por la de Federico. Se alarma al descubrir la cuna vacía. Se dirige al cuarto de Agustina. Suerte que tienen cartelitos piensa. Abre la puerta entornada intentando no hacer ruido. Un tenue velador ilumina la cama. Sí, allí está. Acurrucado contra su hermana que lo abraza. Qué grande está Agustina. ¿Cuántos tiene?, ¿trece? Sí, este año comenzó el secundario. Por el camisón entreabierto se le adivinan los incipientes pechos. El cabello largo, rubio, ondeado, desparramado sobre la almohada. Agustina quizá lo percibe porque abre los ojos. De par en par cuando lo descubre. Se desliza con suavidad y se sienta. No podía dormirlo se justifica, agitada te prometo que no lo voy a hacer más. Él extiende la mano para acariciar la cabeza de su hija que retrocede con un gesto de temor. Él se desconcierta.  Tranquila, Agustina, hiciste bien. Ahora es de sorpresa la carita. Seguí durmiendo que es temprano indica. Ella obedece y se acuesta. Él sale. Ya en la puerta gira. Qué suerte que Fede te tiene dice.





Papá se metió en el cuarto de Agus si llega a venir acá me tapo toda y me hago la dormida.


Agustina inspira hondo, intentando regularizar la respiración. Su mamá, cuando el padre estaba por volver del trabajo, siempre les recomendaba que se portaran bien parece tranquilo pero cuando se enoja… Recién pensó que iba a retarla. En realidad, cree que nunca la retó. Ni nos miraba piensa.


Marcelo entra a la cocina. Lo sorprende encontrar la cafetera vacía. Jamás se planteó quién la llenaba. Sus deseos eran satisfechos sin que mediaran las palabras. Preciso un café ya. Se está poniendo la campera cuando Matilde lo intercepta. Hola, papá, ¿salís? Voy a tomar un café, enseguida regreso. ¿Puedo ir con vos? propone su hija necesito que charlemos. No puede decirle que no quiere hablar con nadie y menos aún con ella, insobornable testigo de cuanto pasó. Entonces contesta por supuesto. Ya están en la esquina cuando él nota que Matilde no lleva abrigo. ¿No tenés frío? pregunta. No importa contesta la chiquilina. Andá a buscar algo que te vas a resfriar. Los ojos de Matilde son dos uvas. ¿Me vas a esperar? 


Agustina se asoma a la ventana. Matilde salió con papá, qué raro. Igual ella no hubiera podido ir, tiene que cuidar a Federico. Su padre le pidió. Porque yo también soy grande.


Marcelo mira a Matilde. Ella sí que es parecida a la madre. Saca cuentas. Tiene cuatro años menos que Diana cuando la conoció. Observa como agarra la taza, como bebe, buscando semejanzas. Matilde es más delicada. Diana en todo era exuberante.  La chica deja la taza sobre la mesa y lo mira. Los ojos comparten forma y color, sin embargo tan distinta la expresión. Matilde tiene los ojos tristes piensa y luego se repite mi hija tiene los ojos tristes. Y no parece tristeza de cuarenta y ocho horas. ¿De qué querías que charláramos? pregunta. Matilde se toma unos segundos antes de contestar, muy seria de cómo nos vamos a arreglar. Él no sabe qué decir. La chica continúa hay que pedirle a Ramona que se quede a dormir y si no puede, buscar otra empleada. Él está por comentarle que su madre no estaría de acuerdo pero carraspea y asiente. A todo le va diciendo que sí. Porque Matilde ha hecho una lista de infinitos puntos a considerar. Mi hija ya es una mujer piensa con enorme alivio.


Agustina le sirve la leche a Federico y se prepara un té. No tiene hambre. Con el jarro vacío entre las manitos, el nene la mira fijo. Ella tiembla. Lo mejor será llevarlo a la plaza así se distrae.  Es un día precioso. Mami, sigue saliendo el sol.


Agustina lo vistió a Fede y ahora busca los baldes seguro van a la plaza le pregunto si me lleva y me dice que primero tome la leche y bajo a la cocina y veo que me preparó la taza y trato pero no puedo que la panza me duele y la leche no me baja entonces escucho pasos y la tiro en la pileta y abro la canilla y por suerte me salvé.


Marcelo corrige la posición para dejar a su hija del lado de la pared. Diana se irritaba cuando él lo olvidaba. Era difícil satisfacerla. ¿Compramos ravioles? propone Matilde. Él, sin pensarlo, le pasa la mano por el hombro. Ella gira la cabeza y le sonríe.


Se fueron todos y si se fueron para siempre no sé quién me va a cuidar suerte que por lo menos sé cocinar salchichas.


Marcelo entra. El silencio es una afrenta. Diana era estridente. Su presencia era rotunda. Su voz, sus pasos, su olor. Teñía su entorno. Modificaba el espacio que solo parecía estar allí para contenerla. Dejó la casa muerta piensa. Diana era imprevisible. Poner la llave en la cerradura, un riesgo. Le había contado una noche, entre lágrimas, que cuando caía el sol comenzaba a alterarse. Me pierdo había dicho. En un instante, por una nimiedad, el  hermoso rostro se crispaba. Él retenía la respiración. Y de pronto resurgiendo su maravillosa sonrisa y la tormenta eclipsada. Voy a buscar a los chicos, seguro que están en la plaza anuncia Matilde abriendo la puerta de calle. Él se saca los zapatos y se deja caer sobre el sillón.


Qué suerte papá y Matilde volvieron tengo que ser muy buena y hacer las tareas y ordenar el cuarto y no pelearme con Sofi y dormir toda la noche así capaz no me vuelven a dejar.


Matilde cierra la puerta, enojada. Agustina no le avisó nada. Además, la dejó sola a Lorena. ¿Es tonta?, ¿cómo no se dio cuenta? Apura el paso. Todavía tiene que preparar la salsa.





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